© Mauricio Rinaldi (texto)
Desde que Thomas Alva Edison inventara la lámpara eléctrica en 1879 nos hemos habituado de tal manera a la luz eléctrica que hemos perdido la capacidad de observar (y de gozar) otras manifestaciones de la luz. Más de cien años conviviendo con una lámpara que se ha impuesto masivamente en casi todo el mundo ha logrado que nuestras vidas no puedan concebirse sin la luz eléctrica. La omnipresente luz eléctrica ha condicionado nuestra manera de percibir cuando no disponemos de luz natural. Y esto ha influido en el modo en que percibimos el mundo. En efecto, sin luz natural, creemos que el mundo es sólo como lo vemos con la luz eléctrica.
Al producirse un corte de energía eléctrica nos vemos obligados a utilizar equipos de luz de emergencia o, simplemente, velas. Es entonces cuando descubrimos un mundo diferente del cotidiano; o, mejor expresado, vemos nuestro mundo cotidiano con otro aspecto. La poca intensidad y el acentuado tono cálido de la velas nos remiten a épocas pasadas, a encuentros románticos o a noches de misterio. Además, dado que ubicamos estas velas en la mesa, todo alrededor presenta sombras inesperadas, de proporciones inusuales; también se producen oscuridades profundas en el otro extremo de la habitación. Una vela en un cuarto crea una atmósfera de claroscuros.
Otros dispositivos como el sol de noche o los tubos fluorescentes de los equipos de luz de emergencia nos ponen bajo el imperio de una luz de relativamente alta intensidad y de evidente tendencia fría. Más próximos a la cantidad de luz a la que estamos habituados, estos dispositivos nos hacen sentir más cómodos en lo que se refiere al desarrollo de nuestras actividades útiles. Sin embargo, no poseen la magia de la vela.
Si el corte de energía eléctrica se produce en pleno día, no nos causará demasiados problemas, salvo el caso de recintos donde no llegue la luz natural. Pero si el corte de energía se produce al final de la tarde, podremos tomarnos el tiempo de observar cómo el cielo se transforma en su coloración, que puede pasar del azul claro al azul profundo, y, según las condiciones meteorológicas del día, podremos ver toda una gama de rosas, naranjas y violetas. Especialmente interesante resulta ese breve intervalo de tres o cuatro minutos que algunos llaman la hora azul o la hora mágica; cuando el sol ya no está en el horizonte, pero aún hay luminosidad, todo parece cubrirse con una capa de color lavanda: es el momento del día con luz más fría. Sentir el paso del tiempo en el atardecer es una experiencia de la que ya no tenemos conciencia dado que la luz eléctrica nos permite la continuación y el mantenimiento de la situación de día; sólo basta con accionar un interruptor para que la luz no decaiga. Por otra parte, un corte de energía eléctrica en una noche de tormenta nos deja ver fugaces instantes durante los cuales los relámpagos forman las más caprichosas tramas en el cielo con delgadas líneas frías.
Así, los cortes de energía eléctrica ayudan a profundizar nuestra capacidad para percibir la luz en sus diferentes manifestaciones. Y todo esto está muy bien, pero, estimado lector, usted puede leer esta nota gracias a la energía y la luz eléctricas que hacen funcionar su monitor.
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